Justicia Climática y Alimentación: Las relaciones naturales están rotas
Por Katherine Fernández
Coordinadora de la Plataforma Agrobolsas Surtidas
Ha llegado un momento en la historia en que los problemas alimentarios y de salud, sea desnutrición, subalimentación, mortalidad, entre otros, no están relacionados con la pobreza, sino con la crisis climática que envuelve al planeta.
Existe una relación que la humanidad se niega a aceptar -y mucho más a responsabilizarse- y es que la forma de vida industrial, de transporte, de guerras y de infraestructuras urbanas emite tantos Gases de Efecto Invernadero que calientan el planeta al punto de romper los ciclos vitales y, entre todos los desastres que esto produce, el principal es que no estamos dispuestos a asumir la responsabilidad de un recambio de vida. Esto también tiene sus consecuencias en las fuentes alimentarias, a tal grado que hemos entrado en una era de demandas legales hacia nosotros mismos como especie por Justicia Climática y Alimentación, pero los aparatos judiciales instalados a nivel de naciones, de regiones o del mundo, no funcionan.
La producción alimentaria primaria tiene dos formas estructurales: la agricultura familiar y la agroindustria (para este caso no vamos a hablar de las escalas intermedias, del manejo de selva ni de la pesca). En la primera, gracias a los policultivos de la agricultura familiar, las especies se complementan y fortalecen entre sí, dando paso a una reproducción cíclica por la interacción entre polinizadores (como abejas, mariposas, aves), reguladores (como los sapos que se comen plagas o los búhos que se comen a los roedores invasores), abonadores (todos los animales, incluidos los humanos), produciendo la regeneración de la vida en un complejo dinámico natural que posee las fuentes alimentarias biodiversas y es proveedor de la base vital para todos.
En la segunda, las formas convencionales de la industria pasan por el monocultivo, que significa producir un solo alimento en grandes extensiones de tierra (por ejemplo: diez hectáreas de soya), lo cual rompe con el equilibrio ecosistémico, ya que el cultivo se hace altamente dependiente de insumos sintéticos, como plaguicidas, fertilizantes, abonos y no puede defenderse de manera natural de enfermedades o plagas, ni es suficientemente fuerte para enfrentar climas adversos. Sumado a esto, están los procedimientos como el chaqueo, que consiste en incendiar miles de hectáreas para dar terreno al monocultivo. En el caso de Bolivia, estos incendios que se hacen para habilitar el terreno y también para ampliar la frontera agrícola están avanzando hacia el bosque amazónico, donde están matando una infinita biodiversidad que conforma complejas fuentes alimentarias que no hacen necesaria ninguna agricultura para proveer alimentos al país, siendo suficiente la selva en la región oriental. Esta forma de trabajo es protagonizada por grupos agroindustriales que trabajan en el oriente boliviano a una escala desproporcionada de la agricultura familiar policultivadora que predomina en occidente.
A su vez, el chaqueo agroindustrial es emisor de dióxido de carbono en volúmenes que aportan al calentamiento global tanto como la industria del hemisferio norte, Asia o las guerras.
Las políticas gubernamentales apoyan y sustentan el modelo de monocultivo agroindustrial en el oriente boliviano, que claramente atenta contra la reproducción de la biodiversidad, quema el bosque amazónico y contribuye con la crisis climática, gracias a las elevadas emisiones de Gases de Efecto Invernadero, entre el Dióxido de Carbono que produce el chaqueo y el gas Metano que surge de la defecación de miles de cabezas de ganado vacuno hacinado, que depende de monocultivos de sujo (pasto africano) para su engorde.
En síntesis, la agroindustria no produce alimentos suficientes, tiende a la deforestación y a la desertificación y contribuye a la crisis climática. Pero la agricultura familiar produce el 80 por ciento de los alimentos que consumimos, con una proporción inferior en espacio cultivado que los monocultivos, y requiere métodos de regeneración natural que brindan condiciones para la preservación de las fuentes alimentarias para los humanos y para todos.
Por lo tanto, una de las responsabilidades que tiene la humanidad es la de conocer la procedencia de sus alimentos y elegir entre la agroindustria y la agricultura de pequeña escala o familiar. De esta forma, a partir del rol de consumidores, los humanos podríamos ejercer presión dentro de la libre oferta y demanda, entendiendo que ser “libre” es tener poder para desmantelar las estructuras políticas que favorecen a la crisis climática y avanzar hacia la justicia por una alimentación más digna, incluyendo la restauración de las relaciones naturales entre las especies, principalmente las relaciones humanas con el planeta. Esta decisión es de la gente, no de los gobiernos, ya que no existe gobierno libre del dominio transnacional industrial.
Como consumidores, al no tener conocimiento de la gravedad del problema, pensamos que nada podemos hacer y que hay autoridades velando por nosotros. Pero no es así: las normativas de control alimentario están absolutamente obsoletas. Por eso, lo realmente posible es actuar a nivel de economías locales, buscando influir en la familia, en el barrio, en el trabajo y en todo nuestro radio de consumo inmediato. La industria no es la solución a las necesidades alimentarias. La producción familiar rural o urbana, tanto agrícola como transformadora, sí lo es. Y puede costar más barato.
Conoce la experiencia de la Plataforma Agrobolsas Surtidas, en la que Katherine Fernández participa en la ciudad de La Paz.